Época: España de los Borbones
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1808

Antecedente:
La sociedad española del XVIII

(C) Roberto Fernández



Comentario

La existencia de una gran desigualdad en el reparto de la renta provocaba que miles de personas vivieran al límite de la subsistencia en los campos y en las ciudades de España acotando los linderos de la marginalidad social por razones esencialmente económicas. En época de dificultades no era extraño que los campesinos pobres y los menestrales menos cualificados acabaran en las tinieblas de la ruina material y el desempleo. Eran los pobres.
Para atender a estos pobres (especialmente a los considerados coyunturales) y evitar la conflictividad social derivada de la miseria, las autoridades se inventaron una especie de pobreza legítima que encarnaban los denominados pobres de solemnidad. Los huérfanos, los ancianos, los enfermos y las viudas sin recursos eran en cierta medida amparados por la sociedad que les otorgaba el derecho a la beneficencia. A mediados del siglo es posible que en situación de pauperismo vivieran al menos 100.000 españoles. Al lado de estos pobres se encontraban los vagabundos, personajes sin domicilio ni ocupación fijos que andaban por los caminos en busca de trabajo eventual y del socorro de las instituciones benéficas. Entre ellos no era inusual ver a numerosos mendigos que vivían cuasi profesionalmente de la limosna. Pobres, vagabundos y mendigos formaban un cuadro social de difícil delimitación no siendo infrecuente que de sus huestes surgieran las más variadas formas de delincuencia, a veces incluso la del bandido generoso al estilo de Diego Corrientes.

La mano de obra potencial (para el Estado o la iniciativa privada) que representaban los grupos marginales, su condición de grupo de alto riesgo en la formación de algaradas populares y la consideración de predelincuentes que muchos de ellos tenían a ojos de la sociedad, consolidaron un buen arsenal de motivos para que las autoridades borbónicas tomaran cartas en el asunto de la pobreza y la ociosidad, aunque sus resultados finales no permitan el optimismo. En el caso de vagabundos y mendigos, las medidas adoptadas fueron de carácter represivo y superficial sin vocación de plantear los asuntos de fondo y destinadas a recoger a los marginales para darles un empleo conocido, habitualmente en las fuerzas armadas. En lo referente a los pobres, a los inválidos o a los niños huérfanos, se propugnó una caridad estatal regida por un pensamiento filantrópico alejado de la teología fatalista. La nueva caridad civil consideraba a las instituciones eclesiásticas mal dotadas para estos menesteres y también ineficaces en el caso de los más jóvenes para insertarlos en la vida laboral. Así nacieron hospicios, asilos y casas de expósitos que provocaron un serio enfrentamiento con la caridad religiosa, que veía en los pobres la manifestación de una voluntad divina que cabía atender mediante la piedad de los más ricos.

Pero no sólo había marginación económica. En medio de una sociedad con tendencia a la homogeneidad seguían persistiendo dos minorías étnicas con antigua presencia en la historia de España: los gitanos y los judíos. El pueblo gitano fue el que mayores atenciones concitó entre las autoridades. A los viejos prejuicios existentes en la sociedad hispana vinieron a unirse las ideas de uniformidad y universalidad que las Luces patrocinaban, ocasionando una verdadera intolerancia con la alteridad, comportamiento que no era nuevo en la sociedad española puesto que había tenido su máxima expresión en tiempos de los Reyes Católicos. La vida nómada, la lengua diferente y la negativa a renunciar a sus viejas costumbres eran motivo de desasosiego para unos ilustrados que deseaban construir una única y homogénea comunidad.

En general, la política fue de represión y violencia para reducir a los gitanos, afincarlos en territorios conocidos y anular su cultura en beneficio de la dominante. Se tratara de Ensenada, Aranda o de Campomanes, el objetivo era poner en vereda a una multitud de gente infame y nociva. Los presidios, las minas de Almadén, los arsenales fueron lugares de frecuente destino para los gitanos. En tiempos de Carlos III, la situación mejoró un tanto dado que los gitanos pasaron a ser considerados un problema cultural antes que racial o religioso: si admitían las costumbres mayoritarias podían vivir en paz; si no, pasarían a ser tratados como vagos. Pese a la relativa mejora no desparecieron del imaginario colectivo de los españoles los viejos prejuicios heredados: tantos años de desconfianzas y discriminaciones basadas en la intolerancia no podían evaporarse por efecto de una legislación más suave. Los gitanos continuaron siendo vistos como una gente sin casa ni religión conocida, un foco de peligrosidad social compuesto por ociosos, ladrones y maleantes.

No menos denostada aparecía a ojos de la sociedad española la minoría judía. Tras los avatares de la Guerra de Sucesión, habían quedado en España alrededor de 4.000 judíos dedicados especialmente a los negocios y a las tareas artesanales. Algunos de estos judíos, como en el caso de la familia Losada, lograron en el reinado de Carlos III alcanzar la categoría de duques y grandes de España. De hecho, ante la ausencia teórica de judíos a causa de la expulsión, el problema central se situaba en la pervivencia del criptojudaísmo, es decir, de la insincera conversión que pueblo y autoridades creían apreciar en algunas familias aparentemente católicas.

También en este caso los tiempos más duros fueron los de Felipe V, con una Inquisición especialmente beligerante, mientras que el reinado de Carlos III resultó de mayor tolerancia al intentar las autoridades anular la condición marginal que tenían los sospechosos de judaísmo. La oportunidad de demostrar el nuevo talante la ofreció una minoría declarada de 400 familias de cristianos nuevos que vivían en Mallorca: los chuetas. Una minoría que trató durante la centuria de acabar con su situación de marginación social, política y laboral. Desoyendo la opinión hostil de las autoridades locales, entre 1782 y 1788 se dictaron una serie de disposiciones que posibilitaron a los chuetas la libertad de domicilio, así como el derecho a ejercer cualquier oficio y servir al Estado en el ejército o en la armada. Actitud más tolerante e integradora de las autoridades reformistas que, como en el caso de los gitanos, no tuvo un efectivo reflejo en la mayoría del pueblo español, sempiterno desconfiado de los unos y los otros.

Los extranjeros fueron menos frecuentes en la geografía hispana que en siglos precedentes. El auge demográfico y la equiparación de los salarios hicieron que España resultara menos atractiva para los foráneos. Estas causas facilitaron que la inmigración se centrara especialmente en las colonias de comerciantes ligados al tráfico colonial, en los grupos que vinieron a las nuevas colonizaciones de Andalucía, en especialistas industriales y en algunos hombres de gobierno o de letras. Todos ellos estuvieron siempre protegidos por el fuero de extranjería y por sus propios consulados. Los casos de integración no resultaron raros, pero tampoco parece que fueran lo habitual, en especial en los sectores más pudientes de la inmigración.

Los que tuvieron una presencia mayoritaria fueron los franceses. Además de los hombres del primer gobierno felipista (Orry, Amelot), predominaron los asentamientos de comerciantes, menestrales y campesinos, a los que vinieron a sumarse a final de siglo un importante contingente de eclesiásticos que se instalaron en el norte peninsular huyendo de la revolución. Los italianos aportaron también numerosos altos gobernantes (Alberoni, Grimaldi, Esquilache), bastantes artistas (Farinelli, Tiépolo, Scarlatti, Sabatini) y colonias de comerciantes que tuvieron una fuerte presencia en los puertos mediterráneos, sobre todo los genoveses y los malteses. Por su parte los alemanes proporcionaron técnicos industriales como los ingenieros que trabajaron en las minas de Almadén y campesinos que sirvieron para las colonizaciones andaluzas. Finalmente, la más reducida colonia holandesa se centró esencialmente en el asentamiento de hombres de negocios en las principales plazas mercantiles.

La actitud de los españoles ante esta presencia foránea resultó ambivalente. En el pueblo las simpatías fueron menores aunque las muestras de xenofobia fueron muy escasas. A veces la hostilidad era por cuestiones políticas, como en el caso de Esquilache, cuando sectores de las clases dominantes y el pueblo llano vieron con malos ojos que un extranjero gobernase España. En la mayoría de los casos las desconfianzas procedían de motivos económicos. Los comerciantes veían crecer sus competidores, los artesanos peligrar sus trabajos y los jornaleros descender sus salarios. Esta situación era particularmente evidente en tierras de la antigua Corona de Aragón respecto a los franceses. En cambio, las autoridades tuvieron una actitud más benévola, pues consideraban la presencia extranjera como un posible bien para el crecimiento económico. Sabedores de la opinión popular llevaron una política prudente de abrir la mano sólo cuando se demostraba la real utilidad de los foráneos en cuestiones técnicas, científicas o económicas. Y ello con una doble salvedad: que fueran católicos (limitación que Godoy eliminó en 1793) y que no fueran personas marginales.

Por último, no debe olvidarse que algunos extranjeros vinieron contra su voluntad. Nos estamos refiriendo a los esclavos procedentes en su mayoría del norte de África (con modestas aportaciones de negros centroafricanos) y que se situaban en los lugares marginales de los propios grupos sociales marginados. Capturados por los navíos españoles en corso o por las incursiones realizadas desde las plazas norteafricanas, los esclavos eran una mano de obra que dado el aumento demográfico del país dejaron de suscitar el interés que habían tenido en la centuria anterior. Lo característico del siglo fue la utilización de los esclavos como un signo de distinción de las clases pudientes. A pesar de esta realidad, tampoco debe olvidarse que fueron usados como trabajadores baratos y obedientes entre algunos sectores socioprofesionales y, sobre todo, por el propio Estado que los empleaba profusamente en sus instalaciones mineras, en sus arsenales, en las obras públicas o en las galeras reales.