Época: Ilustración española
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800

Antecedente:
Las Luces en Ultramar

(C) Carlos Martínez Shaw



Comentario

Al igual que ocurriera en la metrópoli, las Luces no alcanzaron a todos en América. Por un lado, la cultura ilustrada fue una cultura progresista que hubo de enfrentarse a los partidarios de la tradición. Del mismo modo, fue una cultura minoritaria, que se difundió sobre todo entre los reducidos círculos de intelectuales españoles y criollos. Por otra parte, fue una cultura elitista, diseñada para ponerse al servicio de las clases dominantes y de la que quedaban excluidas por definición las clases subalternas, que en la América española incluían además (salvo contadas excepciones) a todos los indios, mestizos, mulatos y negros. Finalmente, el proyecto ilustrado acabó siendo insuficiente para algunos de los intelectuales americanos, que teorizaron una alternativa liberal que conducía a la independencia.
En América los obstáculos opuestos a la difusión de las Luces fueron de la misma índole que en la metrópoli. Por un lado, la cruzada educativa tropezó con la resistencia de las instituciones universitarias, tanto de los centros de mayor abolengo como en muchos casos también de los creados de nueva planta en la propia centuria. Por otro lado, tanto las órdenes religiosas como el Santo Oficio ejercieron funciones de vigilancia ideológica a todo lo largo del siglo, según demuestran numerosos ejemplos, como la denuncia de los dominicos contra Mutis por impartir sus lecciones de astronomia copernicana en 1773 o como la expresa prohibición inquisitorial, dictada en México en 1764, de leer a Voltaire y Rousseau, en razón de sus errores opuestos a la religión, a las buenos costumbres, al gobierno civil y justa obediencia debida a nuestros legítimos soberanos y superiores. Aquí, el desencadenamiento de la persecución masiva no se produjo con motivo de las revoluciones americana o francesa, sino a raíz de la aparición de los movimientos emancipadores, que movilizaron la maquinaria represiva de los defensores del Altar y el Trono, transformando a algunos ilustrados en decididos impugnadores de las novedades que habían conducido a la insurgencia, al estilo del obispo Abad y Queipo, que llegó a tildar al cura Hidalgo de nuevo Mahoma. Finalmente, la represión militar liquidó la Ilustración, dejando a la inmensa mayoría de los intelectuales progresistas al otro lado de la barricada, en el extramuros liberal.

La cultura de la Ilustración fue patrimonio de una minoría. Como declaraba Francisco José de Caldas: "La Ilustración presente es la obra de los esfuerzos privados y la de algunos catedráticos sabios que despreciaban ese espíritu de tinieblas a los que los sujetaba el despotismo. Sin embargo, sin poner en cuestión la opinión del científico neogranadino y la de muchos otros, algunos datos pueden matizar esa consideración".

En primer lugar, la educación se expandió por toda la geografía americana a lo largo de la centuria, satisfaciendo las necesidades de instrucción de una población cada vez más amplia. Una parte de esta responsabilidad se debe a la concienciación del clero al respecto, tanto por parte de los jesuitas (con sus dos mil quinientos educadores en activo en el momento de su expulsión), como del clero jansenista. Del mismo modo, se desarrolló la educación superior en las viejas y nuevas instituciones repartidas por el continente. Esta inversión educativa se completó con el apoyo estatal y de otras instituciones, como las Sociedades Económicas y los Consulados, que crearon en sus respectivos ámbitos diversas escuelas de primeras letras y de formación profesional. Aunque finalmente no debemos tampoco hacernos una idea demasiado halagadora, si hemos de creer las sólidas críticas que hicieron al estado de la educación primaria hombres como Simón Rodríguez (Reflexiones sobre los defectos que vician la Escuela de Primeras Letras de Caracas, 1794) o Miguel José Sanz (Informe sobre la educación pública, escrito entre 1801 y 1804).

En segundo lugar, la implantación de la imprenta adquirió en la América española un ritmo desconocido en las épocas precedentes. Durante la segunda mitad del siglo XVIII se instalaron imprentas en Ambato (1750), Quito (1760), La Habana (1765), Córdoba de Tucumán (1764, trasladada a Buenos Aires, 1780), Cartagena de Indias y Santiago de Chile (1776), Santiago de Cuba y Veracruz (1793), mientras en la década siguiente se suman las de Caracas y Montevideo (1807), San Juan de Puerto Rico (1809) y Guayaquil (1810). Además, las imprentas fueron seguidas de las librerías, que alcanzan en México la considerable cifra de quince, en 1768, y que pueden especializarse en la venta clandestina de libros prohibidos, como la instalada en Lima por fray Diego de Cisneros, valiéndose de sus prerrogativas como religioso y con una finalidad declaradamente ilustrada.

En tercer lugar, las bibliotecas aumentaron en número y en contenido. Sin duda, las mejor dotadas fueron las de las instituciones de enseñanza, tanto religiosas como laicas, pero las particulares supieron quizás seleccionar mejor sus fondos, si juzgamos por el inventario de las bibliotecas de científicos como Bartolache (casi 500 títulos), León y Gama (unos 700 títulos) o Caldas (cerca de un centenar de obras), entre otros muchos. En ellas se observan la variedad de los temas (ciencias exactas y naturales, geografía, derecho, historia, filosofía, literatura, etc.) y de los idiomas (clásicos como el latín, el griego o el hebreo, modernos como el francés, el inglés y naturalmente el español, e incluso amerindios), además de la tendencia a incorporar obras encuadradas en las corrientes más progresistas, muchas de ellas perseguidas por la severidad inquisitorial.

En cuarto lugar, la floración de la prensa es un hecho sobresaliente en la historia intelectual del Setecientos hispanoamericano. Una prensa que se preocupa esencialmente por la difusión de la cultura dentro de un espíritu decididamente ilustrado y que se distribuye con generosidad por las principales capitales del territorio. Las más importantes han sido ya casi todas mencionadas: Diario Literario de México (publicado por José Antonio Alzate, el primer periódico especializado en temas científicos), Mercurio Peruano (el periódico de Baquíjano y Unanue, dirigido por Jacinto Calero), Primicias de la Cultura de Quito (el periódico fundado por Eugenio Espejo), Memorias de la Sociedad Económica de La Habano, Gaceta de Guatemala (también revitalizada por la sociedad patriótica local), Telégrafo Mercantil, Rural, Político-Económico e Historiográfico del Río de la Plata y El Correo de Comercio (fundado por Manuel Belgrano), Semanario del Nuevo Reino de Granada (editado por Francisco José de Caldas), Gaceta de Caracas (publicada por Jaime Lamb y Mateo Galagher). Todos ellos se convirtieron en heraldos de las Luces y rivalizaron en promover el conocimiento de sus respectivas provincias, en fomentar el desarrollo económico, científico, técnico y educativo de la sociedad y en contribuir finalmente al proceso de reforma y modernización que define a la política ilustrada.

Pese a la oportunidad de las matizaciones, el carácter minoritario de las Luces se pone más de manifiesto si tenemos en cuenta la exclusión de todas las clases subalternas, incluyendo naturalmente a la inmensa mayoría de los habitantes de ese continente de color que percibiera Humboldt en el transcurso de sus andanzas americanas. En este sentido, las excepciones sirvieron sólo para confirmar la práctica universalidad de la regla, pese a las idealizaciones de algunas series de pinturas de castas, pese a las actividades de algunos pintores mestizos y algunos músicos mulatos o pese al papel de algunas figuras aisladas, como el famoso científico Eugenio Espejo, que por otra parte sería finalmente encarcelado y, tras su muerte, enterrado segregadamente entre los mestizos, montañeses, indios, negros y mulatos.

La cultura de la Ilustración fue, por tanto, esencialmente una cultura de las elites blancas, de las clases dominantes españolas o americanas. Una cultura que emanó de las autoridades reformistas, se difundió desde las instituciones oficiales de enseñanza superior, se acantonó en los selectos cenáculos de los consulados y las sociedades patrióticas, se expresó a través de las más selectas creaciones de la literatura y el arte, se desplegó en los brillantes escenarios imaginados por los poderosos en las cortes virreinales o en las restantes capitales administrativas o económicas del Nuevo Mundo.

Los gobernantes ilustrados efectivamente organizaron en las principales ciudades americanas un marco suntuoso para la expansión de una sociedad educada en las nuevas pautas culturales del siglo XVIII. Así ocurrió en la ciudad de México, que se engalana con los Jardines de la Alameda, el Paseo de Bucarelli y la fuente del Salto del Agua, antes de realizar el ensanche (diseñado por Ignacio Castera), remodelar la Plaza Mayor (el Zócalo) y concluir las obras de la Catedral. Así ocurrió también en Lima, donde el virrey Amat decide la construcción de la Alameda de los Descalzos y el Paseo de las Aguas. Pero lo mismo puede decirse de otras capitales menores, como La Habana, que después de la ocupación inglesa construye la Casa de Correos (1770-1792) y la Casa de Gobierno (1776-1792), concluye la soberbia Catedral, primitiva iglesia de la Compañía (1742-1767) y se dota de otros centros de esparcimiento, como el teatro o el jardín botánico.

Este es el escenario donde se desarrolla una vida amenizada por tertulias y saraos, paradas y sermones, óperas y conciertos, bailes de salón y bailes de máscaras, representaciones teatrales y (pese a todo) corridas de toros. En Lima los años sesenta asisten al triunfo de la famosa actriz Micaela Villegas, la Perricholi, que sabe exhibir los signos materiales de las clases dominantes (joyas, carrozas, suntuoso vestuario, palacete) y posee una extraordinaria capacidad de proyección imaginaria (papeles de reina, ninfa, diosa pagana), méritos suficientes para deslumbrar al virrey Amat y a toda la corte limeña.

No es necesario, sin embargo, limitarse a las grandes capitales, pues también otras ciudades de menor rango se incorporan a este género de vida y tratan de rivalizar con las cortes virreinales. Así, Santa Fe de Bogotá celebra en 1708 el nacimiento del príncipe de Asturias con una serie de fiestas, todavía de inspiración netamente barroca, que incluyen funciones religiosas (celebración eucarística, octavarios y desfile procesional) y civiles (máscaras, parada militar, representación teatral, cuadrillas a caballo, mojigangas y jácaras, corridas de toros), todo ello en medio de un gran despliegue de música, luminarias y fuegos artificiales. Por su parte, Humboldt, en 1812, puede ya describir a Caracas como una ciudad ilustrada y elegante, poblada de habitantes cultos y educados, que se reúnen al aire libre en el teatro o en un jardín de Chacao para escuchar bajo los naranjos composiciones de Haydn y de Mozart. Incluso en la lejana Manila, la ciudad celebra en 1825 el obsequio de un retrato de Fernando VII, pintado por Vicente López, con una serie de actos festivos que denotan una nueva estética del espectáculo: banquetes con refrescos y bailes, exhibición de globos aerostáticos, desfile de carros triunfales, arquitectura efímera de jardines artificiales, templetes jónicos y pagodas chinescas.

El pensamiento ilustrado, patrimonio de la minoría progresista de las clases dominantes, se mantuvo dentro de la ciudadela del reformismo a todo lo largo del siglo XVIII. Sin embargo, como ocurriera en la metrópoli, la crítica empezó a incorporar ciertos elementos inasimilables por el sistema, sin conllevar todavía ninguna ruptura. El ejemplo de la revolución de los Estados Unidos (tan cercano geográfica y conceptualmente) y de la Revolución Francesa (ofreciendo una formulación más universal) sirvieron de catalizadores a la aparición de una ideología situada ya a extramuros del Antiguo Régimen: la publicación parcial por el venezolano Manuel García de Sena de la obra de Paine (La independencia de Costa Firme justificada por Thomas Paine treinta años ha) y la traducción por el neogranadino Antonio Nariño de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano pueden servir de testimonio.

Como también puede serlo la biografía de Francisco de Miranda, el adelantado de la libertad, el precursor por antonomasia, el primer soñador de una Indoamérica "independiente y unida". Miranda, en efecto, se forma en el ejército español, desempeñando misiones militares en Melilla y Cádiz y en la reconquista de Pensacola. Posteriormente visita Estados Unidos y participa en la Revolución Francesa, lo que le permite afirmarse en su fe revolucionaria e independentista. Finalmente, se convierte en el anfitrión de la colonia de exiliados americanos en Londres, donde se dan cita Teresa de Mier, Nariño, Bello, Bolívar, San Martín, O'Higgins, etcétera. Experiencias que le permiten participar en el movimiento insurréccional de Venezuela en 1810, después de un primer intento frustrado en 1806.

En efecto, a partir de los años noventa, la idea de la acción directa se apodera de los espíritus. No de forma casual el primer grupo conspirativo organizado se constituye, tal vez en 1793, en la tertulia santafesina de Antonio Nariño (que reúne a Francisco Antonio Zea, Camilo Torres y Pedro Martín de Vargas), del mismo modo que la primera conspiración criolla se inspira directamente en el ejemplo de Juan Bautista Picornell, el conjurado de San Blas, encarcelado en la fortaleza de La Guaira y evadido a la isla de Curaçao en 1797. Por esta vía Manuel Gual y José María España prepararon en Caracas una sublevación, cuyo programa se exponía en una Proclama a los Habitantes libres de la América española, pero que sería descubierta en 1797 y valdría a España, considerado su principal promotor, la condena a muerte dos años más tarde.

La literatura de la emancipación, que ya ha tenido sus precedentes en obras abiertamente liberales, como Nuevo Luciano o Despertador de los Ingenios Quiteños de Eugenio Espejo (publicada en 1779 y que circulará manuscrita incluso después de su muerte), se dispara a partir de la década siguiente. Es el momento de la aparición de la Carta a los españoles americanos del jesuita peruano Juan Pablo Viscardo, del Memorial de agravios del neogranadino Camilo Torres, de la ya citada Representación de los Hacendados del rioplatense Mariano Moreno. En cierto sentido, el Grito de Dolores de Miguel Hidalgo no será más que la culminación de esta literatura. Más tarde, el mexicano fray Servando Teresa de Mier, otro de los exiliados londinenses, escribirá su Apología y relaciones de su vida (1817), donde contará sus desventuras iniciadas con el imprudente sermón pronunciado delante de las autoridades virreinales sobre la Virgen de Guadalupe y la presunta predicación del apóstol Santo Tomás en América, una acción de criollismo militante, precursora del espíritu independentista.

La crisis metropolitana de 1808 será la señal para la insurgencia. A partir de este momento, y aquí encontramos un claro rasgo diferencial, la mayor parte de los componentes de la última generación ilustrada (sin duda la más activa, la de los Caldas, Belgrano, Unanue) se pasará con armas y bagajes al campo de la emancipación. De este modo, se unirán con los hombres de la generación siguiente, con los hombres de la generación de Simón Bolívar.