Comentario
Se ha afirmado repetidamente que uno de los límites de la Ilustración española fue, en efecto, su carácter minoritario, su incapacidad de extender su radio de acción más allá de un reducido círculo de intelectuales. Sin embargo, cabe preguntarse qué tipo de cultura erudita o qué tipo de movimiento de vanguardia ha sido algo más que patrimonio de una minoría a lo largo de los siglos, cuando los medios de difusión eran dramáticamente escasos e ineficaces. ¿Podía incidir la cruzada de los ilustrados más que la pedagogía de los humanistas o la publicística de la revolución científica en un mundo masivamente analfabeto y sometido a la propaganda mucho más activa del púlpito y el retablo? Tanto más cuanto que el propio Despotismo Ilustrado no dudó en poner a su servicio toda la artillería pesada de la reacción política y religiosa cuando sintió amenazados sus cimientos por la Revolución Francesa.
En este sentido, el nivel de alfabetización es el primer índice para captar tanto la posible incidencia de la producción escrita ilustrada como el resultado de la campaña educativa emprendida por el reformismo. El porcentaje de analfabetos es alto a todo lo largo del siglo, aunque las cifras oscilen de modo drástico según el sexo, el medio geográfico, la clase social, la línea divisoria entre campo y ciudad y la fecha que se tome en consideración. Dentro de un ámbito urbano, la alfabetización puede haber alcanzado al 82% de los ciudadanos, como ocurre en Murcia, o al 76%, como ocurre en Toledo, o sólo al 30%, como ocurre en Ciudad Real, mientras una población como Mataró (con características urbanas, pero con un importante sector rural) presenta a mediados de siglo un índice en torno al 35% con un claro dimorfismo sexual (53% para los hombres contra 8% para las mujeres) y social (100% de las clases privilegiadas y 95% de la burguesía mercantil pero sólo 57% del artesanado y completo analfabetismo de los trabajadores sin cualificación profesional). En Murcia y su entorno, la situación de finales de siglo ofrece una alfabetización segura del hombre urbano, un avance de la mujer pero sólo si habita en la ciudad y un estancamiento en la población rural tanto masculina como femenina, que determina un progresivo desfase entre el campo y la ciudad, así como una reducida cota para el progreso estimado en sus coordenadas generales. En Galicia, por último, el 36% de los alfabetizados de principios de siglo (que queda reducido a un 12% si se toma en cuenta sólo el ámbito rural) se multiplica notablemente en la primera mitad de la centuria (58 y 45% en 1750-1751 respectivamente) para estabilizarse en niveles ligeramente superiores en sus postrimerías (61% del total y 58% de la poblacíón rural).
En definitiva, la impresión final es, pues, la de una amplia masa de la población excluida de los beneficios de la cultura escrita y la de un adelanto de alfabetización constatable, pero sin excesiva aceleración. Un adelanto que, por otra parte, no afecta a todos por igual, sino que es menos patente en la población campesina y también en el mundo femenino, pese a la promoción que en el siglo experimenta la condición de la mujer, para la que Josefa Amar y Borbón reclama todos los derechos educativos y otros autores la libertad de elección a la hora del matrimonio, como los dramaturgos Ramón de la Cruz (El casamiento desigual) y Leandro Fernández de Moratín, uno de los abanderados de la nueva sensibilidad que se abre camino a lo largo de la centuria.
No podían esperarse, por otra parte, mejores resultados de los rudimentarios instrumentos puestos a disposición de las poblaciones: las cartillas para el aprendizaje de la lectura (que, no obstante, circularon profusamente en tierras de Castilla y Aragón) y los manuales de escritura de Aznar de Polanco, Anduaga, Naharro, Delgado, Paredes y Torío de la Riva, el príncipe de la escritura, cuya obra de 1785 fue distribuida por Carlos IV en todas las escuelas. Estas, atendidas por eclesiásticos o dependientes de las sociedades patrióticas, superaban las once mil en el censo de Godoy, cifra que sólo garantizaba la escolarización de unos 400.000 alumnos, algo más de la cuarta parte de los niños comprendidos entre los seis y los trece años.
En cualquier caso, si la alfabetización es un primer requisito para acceder a la literatura ilustrada, parece evidente que no todos aquellos que estaban en posesión de los rudimentos de la lectura y la escritura participaron de la cultura de las Luces. Si nos detenemos en los vehículos más importantes de difusión cultural de la época, parecerá sumamente exiguo el número de las personas que toman contacto con la enseñanza superior, universitaria o extrauniversitaria, así como el de aquellas que se integran en alguna academia provincial o en la sociedad patriótica de su localidad, que son en realidad el reducto de minúsculos grupos de nobles, clérigos y funcionarios en posesión de un bagaje cultural negado a la mayoría.
No es necesario evidentemente participar en la creación cultural para disfrutar de sus resultados, difundidos esencialmente a través de la imprenta, pero una aproximación a la edición española nos descubre sus caracteres arcaicos a lo largo de todo el siglo. En efecto, la producción impresa de los años 1745-1755 alcanza sólo la escuálida cifra de unos 350 títulos al año (que pueden ponerse en parangón con los tres mil o cuatro mil de Francia por las mismas fechas, es decir unas diez veces más), dedicados en un alto porcentaje a temas teológicos o apologéticos (de un 30 a un 40%, siempre por encima de cualquier otro género de literatura), lo que configura una situación que no parece modificarse demasiado con el transcurso del tiempo, pues la producción para los años 1784-1785 sólo ha aumentado hasta los 460 títulos anuales, con predominio asimismo de la temática religiosa, que se apropia de un tercio del total. Los restantes datos no sirven sino para avalar esta impresión de raquitismo, ya se refieran a la distribución geográfica de la edición (concentrada en Madrid, que a mediados de siglo absorbe el 31% de la producción y cuenta con algunos de los mejores y más ilustrados profesionales del ramo, como Manuel Sancha y Joaquín Ibarra, seguida de algunos otros centros más, como Barcelona, Valencia, Zaragoza y Sevilla), ya tengan en cuenta el número de librerías existentes, que para toda España en los años 1757-1758 no rebasan las 181, cifra inferior a la registrada para la sola ciudad de París en la misma época.
Si pasamos de las librerías a las bibliotecas, encontramos el mismo contraste entre las bien nutridas estanterías de algunos individuos y algunos organismos culturales y la indigencia que predomina en el resto. Por un lado, el inventario de la Sociedad Bascongada de Amigos del País, que nos descubre sus riquezas en autores clásicos y modernos, nacionales y extranjeros, o el de la biblioteca del marqués de Santa Cruz de Marcenado, militar y economista, que posee un buen fondo de libros de historia (el 28% de sus 885 volúmenes), de literatura (el 21%) y de técnica militar (el 17%) y hasta algunos de los clásicos de la ciencia moderna. Por otra parte, en cambio, algunas bibliotecas universitarias no rebasan los cincuenta títulos y muchas no superan los quinientos; las librerías sevillanas presentan en el catálogo de sus existencias hasta un 40% de obras devocionales frente a un 14% de obras de carácter científico; y las bibliotecas de los grandes comerciantes barceloneses no cuentan por lo general con más de un centenar de libros, repartidos entre obras religiosas, instrumentos comerciales y alguna edición de El Quijote. ¿Podría concluirse con la pesimista aseveración de Genaro Lamarca, que tras comprobar para la Valencia de la segunda mitad de siglo el predominio de las bibliotecas pequeñas, pobres y anticuadas no duda en afirmar que, respecto de las corrientes innovadoras de la Ilustración, el panorama que se nos ofrece en Valencia, y presumiblemente en toda España, debe catalogarse en conjunto de desolador? ¿O con la no menos pesimista estimación contemporánea del Diario de Barcelona, asegurando en 1792 que en España, de cada cien personas, sólo tres leían para instruirse?
Hay que decir en todo caso que los libros, reservados a un restringido grupo de lectores, no son el más común ni el más rápido de los vehículos de difusión cultural del siglo XVIII. Este es el papel de la prensa, que aunque había conocido precedentes en tiempos inmediatamente anteriores, aparece como una de las creaciones más características de la época. La prensa española del Setecientos constituyó sin duda el principal medio de difusión, no sólo de las noticias, sino también de los temas fundamentales que integraban el debate cultural de la Ilustración. Su contenido fue muy vario, incluyendo la información erudita o literaria (género que alcanzó el mayor éxito), la temática religiosa, la crítica de costumbres, la miscelánea cultural o la exposición de asuntos especializados, de medicina, de pedagogía o, sobre todo, de economía, género este último que, a decir de Luis Miguel Enciso y Celso Almuniña, fue "el más mimado y apoyado desde el poder de todo el periodismo del siglo XVIII". Temática tan diversa se expresó a través de diversos modelos de periódicos: los diarios (que se distinguieron especialmente por su elitismo, su afrancesamiento y su voluntad pedagógica), las gacetas (más populares y con una orientación más informativa) y los almanaques y pronósticos, destinados al consumo de amplias capas de la población y que contaron con la colaboración de algún especialista destacado, como Diego de Torres y Villarroel. El nivel de difusión estaba relacionado con las oscilaciones de la coyuntura económica, la incidencia o no de la ayuda oficial (que hizo que los periódicos directamente financiados por el gobierno fuesen los de mayor tirada y mayor duración) y la vecindad ideológica a los planteamientos reformistas expuestos desde el poder.
Paul Guinard distingue varias etapas en la trayectoria de la prensa española del siglo XVIII. Un periodo inicial de ensayo se cierra con la aparición del Diario de los Literatos (1737), que inaugura la primera época de esplendor, dominada por El Pensador (1761-1767), el periódico editado por José Clavijo Fajardo y orientado esencialmente a la crítica social dentro de una línea claramente ilustrada, pero que cuenta también con revistas literarias (Caxón de Sastre, 1760) y con órganos especializados en temas científicos, técnicos y económicos. Un período de transición lleno de vacilaciones precede a la edad de oro, propiciada por una favorable coyuntura económica, un mayor apoyo estatal y mejores condiciones de distribución, especialmente gracias a la reducción de las tarifas postales, y que estuvo presidida por el gran periódico crítico del siglo, El Censor, de Luis García Cañuelo (1781-1787), y animada por otras numerosas publicaciones, ya fuesen revistas literarias (El Correo Literario de Europa, El Espíritu de los Mejores Diarios) o gacetas destinadas a la divulgación cultural (El Correo de los Ciegos, 1786-1791).
Paralelamente a la iniciativa particular, la Corona había iniciado la publicación de periódicos oficiales, como la Gazeta de Madrid (que, en circulación desde 1661, pasaría a ser editada por el gobierno un siglo más tarde) y el Mercurio Histórico y Político (1756), que junto a la anterior se reservaba el monopolio de las noticias políticas y militares. Emprendida esta ruta, los gobernantes no podían dejar de publicar prensa económica, destinada a la información y la educación de los agentes productivos. Así nace primero El Correo Mercantil de España y sus Indias (1792-1808) que, dirigido por Diego María Gallard y Eugenio Larruga, tenía el propósito de ofrecer toda suerte de información que fuese de utilidad para los comerciantes, además de sufragar con los ingresos obtenidos una Oficina de la Balanza de Comercio. Le siguió el Almanak Mercantil o Guía de Comerciantes (1795-1808), del citado Diego María Gallard, anuario que recopilaba un ingente volumen de noticias para uso de mercaderes y fabricantes. Y finalmente apareció, con apoyo de Godoy, el Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los párrocos (1797-1808), órgano destinado al fomento de la agricultura y de las manufacturas rurales a través de la instrucción que los eclesiásticos podían transmitir a sus feligreses en los medios rurales y cuyo fin último era solucionar el dilema así expresado: "En España los que labran no leen y los que leen no labran".
No cabe duda de que la prensa llegó más lejos que el libro. Sin embargo, tampoco pueden exagerarse sus efectos, tanto si atendemos a los límites técnicos de su distribución (voceo callejero o venta en librerías, siempre ámbito urbano por consiguiente) como a su restringida clientela (compuesta como en otros casos similares por nobles, eclesiásticos, funcionarios y comerciantes) o a su reparto geográfico (concentrado en Madrid, con el 51% de la edición frente al 41% del conjunto de la periferia y el 8% de las regiones interiores, aunque evolucionando hacia una relativa descentralización en tiempos de Carlos III) o, finalmente y sobre todo, si tenemos en cuenta el número de ejemplares en circulación, que osciló entre los diez mil por término medio de la Gazeta, los cinco mil del Mercurio en su momento de máximo apogeo y los tres mil del Semanario de Agricultura para la prensa oficial, pero que raramente rebasó los quinientos de El Censor, en el caso de las publicaciones surgidas de la iniciativa particular.
Las insuficiencias de la prensa se unen así a las insuficiencias de la edición y de la instrucción elemental (en una sociedad cuyos municipios no siempre alcanzan a pagar a un maestro, después de garantizarse los servicios de un médico, un boticario y un veterinario), para imponer una estricta frontera a la extensión de las Luces. El mundo rural y las capas más desfavorecidas del mundo urbano quedaron en gran parte al margen de la Ilustración, aunque sus ecos llegasen a través de conductos más comunes, como la lectura en voz alta de los periódicos (ampliando así su radio de acción), la tertulia en el café, la representación teatral o el sermón dominical, fuente importantísima de transmisión de ideas, que no siempre sin embargo fueron ilustradas. De esta forma, las ilusiones puestas por el reformismo en la virtud transformadora de la cultura se vieron frustradas por la incapacidad para una divulgación suficiente, aunque quizá tampoco se quiso un acceso universal e indiscriminado a todos los niveles de la educación. La cultura ilustrada fue siempre minoritaria y también a veces celosamente elitista.