Época: Reinado Isabel II
Inicio: Año 1833
Fin: Año 1868

Antecedente:
Demografía y sociedad

(C) Germán Rueda



Comentario

El concepto de clase media, alrededor de 1835, está lejos de expresar todavía una concepción política de clase, como han estudiado Brotel y Bouil. Se trata de un concepto sociológico de capa intermedia nueva en vías de desarrollo que aspira a subir en la escala social: ennoblecerse o aburguesarse al menos en las formas de vida. Unos quince años más tarde, a finales de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta, numerosos textos evocan el número creciente de las clases medias (por absorción de otros grupos que mejoran su situación, buena parte de labradores entre ellos) y su pujanza social y política.
En todo caso, durante todo el siglo XIX el término clase media conserva el significado de capa intermedia en la jerarquía social entre pueblo y aristocracia. En los años sesenta y siguientes del mismo siglo, y por parte del sector -escaso todavía- del proletariado más consciente y combativo, se utiliza el concepto clase media de una forma igualmente poco precisa en el sentido de clase dominante o, lo que es lo mismo "clase explotadora y poseedora de los medios de producción", identificándola con la burguesía de los negocios (Brotel y Bouil). Esta última simplificación, quizás útil para las contiendas sociales contemporáneas pero empobrecedora para el conocimiento de nuestra historia social, es la que se ha transmitido a parte de la historiografía más reciente. La realidad es que cuando tienen una cierta capacidad de ahorro, como ha señalado Palacio (1978), prefieren comprar bienes inmuebles y sólo escasas veces invierten en actividades productivas y generadoras de riqueza. Su mentalidad económica es muy arcaica, lo que les lleva a considerar la tierra como la propiedad más sólida. Salvo excepciones, el cultivo directo o indirecto de estas tierras es igualmente arcaico. Hay que señalar sin embargo un cambio a medida que avanza el siglo, especialmente a partir de la década de los sesenta, cuando algunos individuos de las clases medias también invierten en nuevas actividades como el ferrocarril, el comercio o la industria o incluso depositan su dinero en las nacientes entidades financieras.

En mi opinión, las clases medias engloban parte de la burguesía de los negocios, así, los medianos comerciantes de los núcleos urbanos y los más importantes labradores. Sin embargo, hay otros grupos de clases medias que no se pueden identificar con la burguesía de los negocios. Los funcionarios, profesionales liberales, maestros artesanos con taller abierto, empleados cualificados, profesores, periodistas, escritores, clero, propietarios o rentistas y medianos labradores son grupos diferentes susceptibles de estudios específicos cada uno de ellos con cortes horizontales que representan diversos niveles.

Estas clases medias, urbanas y rurales, sin ser mayoría en la población como hemos visto, constituyen el nervio del país y controlan la administración pública, la cultura y la enseñanza, la información, la institución eclesiástica, el ejército, el comercio de distribución de los productos agrícolas y el resto de los bienes de consumo, los talleres y modestas fábricas más próximas al Antiguo Régimen que a la industria contemporánea. Al mismo tiempo que son responsables en buena parte del freno al desarrollo del país, la actitud y actividad de algunos grupos provoca lentos cambios que, en ocasiones, se aceleran (1833-35; 1854-1855; 1868). Por todo ello, el análisis de esta clase social es clave para entender la evolución de la historia española del siglo XIX.

La administración pública no sólo experimentó los cambios de organización y estructura que acompañaron a la implantación del sistema liberal, sino que sus funciones aumentaron de tal manera que el Estado fue asumiendo cada vez más parcelas de servicios. Los empleados públicos, en términos absolutos, se multiplicaron por tres entre 1797 y 1877. El Estado actuaba directamente o a través de las diputaciones y ayuntamientos. En 1860, los empleados civiles del gobierno, en su mayoría distribuidos por las delegaciones provinciales, eran unos 30.000. Otro tanto los empleados de los municipios. La administración provincial, a cargo de las diputaciones que se encontraban en fase de expansión, tenía solamente unos 5.000 funcionarios.

Ejército y Armada, salvo circunstancias bélicas especiales como las guerras de Independencia y carlistas, estaba formado por unos 150.000 hombres de los que un tercio aproximadamente eran profesionales desde suboficiales a jefes. El número medio de soldados movilizados por el sistema de quintas era de unos 100.000. El sistema se fue modificando hasta que una ley de 1837 generalizó teóricamente a toda la población masculina la entrada en el sorteo. De esta ley se excluían los que tuvieran alguna causa prevista: enfermedad, baja estatura, hijo único de viuda o de padres mayores y otras. El total de mozos restantes eran divididos en cinco series o listas. Los mozos o quintos que integraban la serie agraciada era el contingente de soldados de ese año. Aunque, de hecho, los que tenían medios económicos no llegaban nunca a vestir el uniforme de recluta. Una vez que se había realizado el sorteo, había otros medios de eludir el servicio: la evasión (por la que se pasaba a la categoría de prófugo); la sustitución, acto mediante el cual por escritura pública ante notario, un quinto pagaba de 4.000 a 6.000 reales a otro mozo "voluntario" (de entre las otras cuatro series excluidas en el sorteo) y la redención, por la que se pagaba una cantidad al Estado. Para la mayoría, las quintas eran odiosas. El deseo de suprimirlas se convirtió en una de las peticiones populares de la revolución de 1868.

El reciente y concienzudo trabajo de José Jiménez Guerrero demuestra que, en la década de 1860, casi una cuarta parte de los mozos se libraban de su obligación de ir a filas mediante la redención o la sustitución. Las bajas por redenciones se cubrían con voluntarios entre los mozos excluidos del sorteo y los quintos reenganchados que recibían una contribución económica. Entre 1852 y 1867, unos 60.000 mozos se reengancharon por ocho años y otros veintidós mil lo hicieron por un plazo menor. 82.000 soldados que cubrieron a los 75.000 redimidos.

Los hijos de las clases altas y medias e incluso parte de los que pertenecían a las medio bajas, especialmente de las ciudades y cabezas de partidos judiciales, no fueron al ejército, como clase de tropa. Esta estaba formada por las clases bajas especialmente rurales mediante sustituciones y reenganches.

En contraste, la Milicia Nacional y la oficialidad del ejército estaban compuestas casi exclusivamente por los grupos sociales que tenían capacidad económica para no ser quintos.

Los oficiales y jefes, en tiempos de paz constituían una proporción demasiado elevada para las dimensiones y el tipo de ejército. Muchos de ellos se dedicaban a tareas de lo más diversas, entre las que destacaba la política. Un cuerpo especialmente cualificado, como el de ingenieros, llevaría a cabo trabajos técnicos que hubieran correspondido a civiles en una sociedad más evolucionada. Los ingenieros civiles, junto con los arquitectos, se irían incorporando de manera gradual a los trabajos técnicos hasta llegar a ser contabilizados unos 5.500 en 1877.

Cabe señalar aquí un grupo especialmente interesante, el de los capitanes de buques de la marina mercante, unos cinco mil, según recoge el Censo de 1860.

Los censos no son claros respecto al número de magistrados. La evolución del de abogados, aunque éstos proporcionaban también otros servicios, nos puede servir para medir el peso de la administración de justicia. Redondeando las cifras se puede afirmar que entre 1797 y 1860-1877 los abogados pasan de unos 6.000 a 12.000. Una multiplicación por dos que significa bastante menos en proporción al conjunto de la población. Es muy interesante observar la concentración paulatina de estos profesionales en Madrid, prueba del peso cada vez mayor que la capital va tomando en la actividad política y financiera del país, actividades con la que muchos de los abogados madrileños tenían una estrecha relación.

Hay otro conjunto de profesionales liberales entre los que destacan los facultativos: médicos, cirujanos, veterinarios (albéitares) y boticarios. Los veterinarios se multiplican por dos en números absolutos (5.200 en 1797 y 10.200 en 1797). Se trata de una profesión, como casi todas las anteriores, que ejercían exclusivamente los hombres hasta el punto de que el Censo de 1877 lo especifica así: "todos son hombres". La importancia de este incremento radica en la cualificación de aquéllos que atienden especialmente la cabaña ganadera, lo que implica un modo nada desdeñable de intensificación de esta producción especialmente observable en la cornisa cantábrica.

Médicos y cirujanos permanecen estables, en torno a los 13.500 y 14.000 en un período tan prolongado de tiempo. Esto significa que descienden paulatinamente en relación con el resto de la población. Cada médico debía atender a un mayor número de pacientes. Sin una estructura sanitaria adecuada a las necesidades del país, asistimos a un estancamiento en uno de los sectores básicos del mundo contemporáneo que nos deja ver un grado escaso de modernización en este aspecto. Los boticarios (3.978 en 1797 y 3.989 en 1860), tras una larga etapa en la que la situación fue semejante a la de los médicos, van a incrementarse rápidamente para superar los 6.300 tan sólo unos años más tarde (1877). La creación de nuevas facultades de Farmacia y las grandes posibilidades del mundo rural, por donde se extendieron los nuevos farmacéuticos, explicarían este crecimiento.

Los profesionales de la enseñanza se multiplicaron proporcionalmente a la disminución del analfabetismo. El Censo de 1797 no recoge la profesión de maestro, lo que ya es significativo, mientras que los de 1860 y 1877 dan unas cifras de algo más de 23.000 y cerca de 32.000, respectivamente. En la última fecha aproximadamente un tercio son mujeres. Además de estos maestros que se censan como tales, había otros muchos que compartían otras dedicaciones, como por ejemplo el párroco de un pueblo. El número de profesores de enseñanza secundaria y universitaria era de unos 1.500 en 1797 y cerca de 4.000 en 1860. De ellos, unos 2.600 enseñaban en institutos dependientes de las diputaciones y las universidades del Estado y 1.400 en colegios privados. Los datos de 1877, año en el que aparecen 3.300 profesores sin especificar, posiblemente se refieran a profesores de enseñanza pública, mientras que los de la enseñanza privada se han censado en su mayoría como religiosos.

Entre 1797 y 1860, el clero regular ha disminuido notablemente. Las monjas en un tercio y los religiosos han quedado reducidos a casi sólo los escolapios por causa de la exclaustración. La interpretación laxa del Concordato de 1851 no se hizo hasta después de 1875. En 1877, se refleja el crecimiento salvo en unos cuantos miles que se incrementarán rápidamente desde entonces. Respecto al clero secular, que también disminuye, creo que fundamentalmente desaparecen entre los beneficiados, capellanes, etc. que pierden buena parte de sus bienes desde 1798. Sin embargo, permanece un número muy semejante de clero parroquial. El número y la dedicación de los auxiliares eclesiásticos del clero secular en 1797 y 1860 es prácticamente el mismo. Ello a pesar de haber disminuido considerablemente el número de sacerdotes y haber aumentado la población. La gran mayoría de estos asistentes trabajaba en las parroquias y éstas siguieron siendo prácticamente las mismas entre ambas fechas si bien con una media de parroquianos mucho más elevada.

El comercio de distribución de los productos agrícolas y el resto de los bienes de consumo estaba en manos de tres grupos que he simplificado en tres epígrafes de los censos comerciantes, arrieros y carreteros y fondas/cafés. Las familias que podríamos agrupar entre las clases medias están fundamentalmente en el primer grupo: comerciantes. En conjunto, el número de comerciantes (unidos a sus familias) se multiplica por tres entre 1797 y 1860 y de nuevo por dos entre esta fecha y 1877. De tal manera que entre 1797 y 1877 los comerciantes son 5,5 veces más. En términos relativos con la población de cada año, los comerciantes se ha triplicado con creces.

Los dueños de talleres y modestas fábricas, más próximas al Antiguo Régimen que a la industria contemporánea (maestros artesanos con taller abierto) así como algunos empleados cualificados, formarían parte de las clases medias, si bien en los límites inferiores. Situados dentro de una numerosa población activa del sector secundario, no son fácilmente cuantificables porque salvo en 1797, que señala cerca de 118.000 maestros dentro de los fabricantes, los censos de 1860 y 1877 no diferencian entre propietarios y asalariados.

Queda, por último, aludir al grupo más numeroso de las clases medias en el mundo rural: los medianos labradores, que cultivaban tierras en propiedad o arrendamiento.

Estos labradores, que denominamos medianos, sembraban extensiones que les proporcionaban excedentes, después de reservar parte del rendimiento para el consumo familiar. Vendían el resto normalmente el mismo año de la cosecha porque no podían esperar más. La diferencia con los labrantines o pequeños propietarios estaba en que la cantidad de tierras cultivadas era suficiente para mantener al labrador y su familia sin necesidad de trabajos accesorios. A diferencia de los grandes labradores no solían emplear mano de obra asalariada, salvo en momentos y circunstancias excepcionales. Son los labradores de "buen pasar", que viven en condiciones bastante duras pero que, salvo accidentes climatológicos, no necesitan préstamos y, por lo tanto, no están expuestos a la pérdida de sus tierras por impago de hipotecas. Sin embargo, en las zonas de arrendamientos cortos, sí tienen periódicamente, en la parte de tierras que arriendan, la espada de Damocles del desahucio.

No sabemos con precisión la evolución del número de estos labradores, pero sí que aumentaron mucho entre 1797 y 1877, singularmente durante el período isabelino. Hubo muchos pequeños labradores que por sucesivas acumulaciones de tierras en propiedad pasaron de tener, por ejemplo, de diez a veinte hectáreas en propiedad, lo que les permitió disminuir el número de tierras en arrendamiento con los gastos e inseguridad que ello comportaba. El número de propietarios crece llamativamente entre el Censo de 1797 y 1860. Aun suponiendo que todos los hidalgos, que he considerado que se dedicaban a la labranza en 1797, fueran propietarios y sumados a los que el censo señala expresamente como propietarios (más sus respectivos dependientes) el resultado final sería cerca de 2.250.000 españoles frente a los casi 3.100.000 que recoge el Censo de 1860. Sin embargo, los arrendatarios habrían descendido desde 1.775.000 de 1797 a menos de 1.075.000 en 1860. La suma total en números absolutos es algo menor (100.000 labradores menos en 1860 que en 1797) y sobre todo, disminuye en proporción a la población de cada año, pues pasan del 36,6% en 1797 a poco más del 27% en 1860. Lo significativo es el aumento de propietarios. Obviamente, el hecho de que el censo los identifique como propietarios no significa que no tuvieran tierras en arrendamiento sino que mientras que años antes el grueso de su labranza estaba formada por las que llevaban en arrendamiento, aparcería u otras formas semejantes, ahora, en 1860, lo predominante eran las de su propiedad. No todos ellos pueden considerarse medianos propietarios, pero me atrevo a considerar que sí lo era buena parte de ellos al menos en las regiones de predominio de la mediana explotación.

Hay un hecho sobre el que conviene llamar la atención y que afectaba, en la sociedad rural, especialmente a estos labradores: la movilidad social. El sistema liberal, con todos los mecanismos de mercado que introdujo, permitió el ascenso de labradores situados en las clases bajas a una posición más holgada que permite ubicarlos en las clases medias. Así, nos encontramos pequeños labradores que pasaron a labradores acomodados. La compra acumulada de tierras en la desamortización -a través de varias generaciones en un proceso lento- fue una causa decisiva de ello en algunas regiones, especialmente en la España del norte.