Época: Arte Español Medieval
Inicio: Año 1300
Fin: Año 1425

Antecedente:
Arquitectura de las órdenes mendicantes

(C) Marta Cuadrado



Comentario

Ahora bien, para entender la arquitectura que nos ocupa es necesario igualmente tener presente la enorme importancia que adquiere el factor social, consecuencia directa del tipo de vida buscada y querida por los frailes, pero producto igualmente de otros factores derivados, en última instancia, del momento histórico vivido. Para comprender mejor lo que decimos es necesario insistir en un aspecto que venimos reiterando a lo largo de estas líneas: la idea de que la irrupción en el panorama religioso de las órdenes mendicantes va a llevar inherente la llegada de aires nuevos al cargado ambiente religioso bajomedieval. Era necesario renovar los aires, no cambiar las estructuras preexistentes. Así lo entendieron nuestros frailes, y lo entendieron no sólo en el aspecto ideológico, sino también a la hora de plasmar de una forma material su nueva religiosidad, es decir, su arquitectura. De igual forma que la vida contemplativa dio paso a la vida activa, o el monje cedió su puesto al fraile, en el terreno artístico, el convento, frente al monasterio, pasó a convertirse en la imagen visual de la nueva religiosidad. Para ello era fundamental infundir a este nuevo símbolo parlante unas características propias que mostrarán al fiel una nueva forma de vivir la religiosidad, basada sobre todo en la pobreza.
Al igual que ocurre en otras congregaciones religiosas, en la arquitectura mendicante la iglesia es, sin duda alguna, la parte más importante del recinto conventual, siempre la primera en erigirse, máxime en unas órdenes, como las mendicantes, en las que la vida claustral carece de importancia. Ahora bien, en este momento asistimos a un cambio radical en relación al concepto y finalidad del espacio eclesial en relación a tiempos pasados. En efecto, con la llegada de los frailes el templo deja de ser el espacio cerrado, reservado únicamente para las actividades litúrgicas de monjes y conversos, y para ellos jerárquicamente compartimentado, y abrirá sus puertas a todos aquellos que quieran acudir. Ello implica la creación de un nuevo espacio eclesial, organizado en dos ámbitos perfectamente diferenciados: la cabecera y la nave, cuya funcionalidad es necesario conocer.

La cabecera, junto con la fachada occidental, es la zona que adquiere más relevancia en los templos mendicantes al concentrar el interés místico y litúrgico. Es el lugar de la consagración, pero es, sobre todo, el de reunión de los frailes cuando asisten al acto litúrgico. Ello explica la constante preocupación por parte de los arquitectos por ampliar el espacio coral. Esto hace que a nivel arquitectónico se ponga un acento especial a la hora de concebir esta parte del templo, aplicando recursos estructurales más vanguardistas frente a la inercia constructiva con que tradicionalmente se conciben las naves. Este hecho se proyecta, por un lado, en el abovedamiento y, por otro, en el factor luz. Por lo que respecta al primer punto, hay que decir que la tradición arquitectónica cristiana había incidido desde los primeros momentos en la cabecera como la zona más privilegiada del edificio religioso. Esto que hasta entonces había sido sólo costumbre, se convierte en valor de norma con los mendicantes al dejarlo claramente estipulado en sus disposiciones legislativas, como hemos tenido ocasión de ver con anterioridad. En cuando al factor luz, es evidente que frente a la nave, oscura por excelencia, el ábside, con los paños rasgados por grandes ventanales apuntados es, junto a la ventana o el rosetón de los pies, el único foco que directamente inunda de claridad natural el interior de los templos. La no aceptación de vidrieras historiadas en los edificios, excepto la vidriera principal, nos sumerge en una mística distinta. Una estética que opta por permanecer al margen de las grandes corrientes de la época y, frente a la luz tamizada, irreal, que llena el espacio de las grandes catedrales e inspira a los grandes pensadores, apuesta por una luz directa, diáfana, dirigida, una luz que inunda el espacio sagrado de armonía y claridad natural.

Llegados a este punto es conveniente justificar algunos aspectos formales que se observan tras el análisis de las cabeceras de los templos mendicantes. En efecto, si se comparan éstas con las de sus predecesores inmediatos, los monjes cistercienses, se constatará el reducido número de capillas en esta parte del templo en contraposición a la preocupación constante de los cistercienses por ampliar el número de estancias en la zona de la cabecera y presbiterio. La respuesta a este hecho no puede ser más lógica. La función crea el órgano y, en lo que respecta a los monjes, la proliferación de estancias en esta parte del templo venía justificada por la normativa de que sólo podía oficiarse una misa diaria en cada altar. En el caso de los frailes, no se constata en absoluto este precepto litúrgico, es más, casi se prohíbe. En este sentido resulta de sumo interés traer a colación un escrito de san Francisco dirigido poco antes de su muerte al Capítulo general y a todos los frailes de la orden, manifestando que: "En los lugares donde moran los frailes se celebra una sola misa al día (...) mas si en algún lugar hubiere muchos sacerdotes, con amor de caridad el uno esté contento oyendo la misa del otro". Vemos, pues, cómo frente al ceremonial benedictino, los frailes mendicantes optan por la no dispersión del acto litúrgico; de ahí su nuevo concepto de cabecera.

En cuanto a las naves, el análisis formal de los templos nos permite concluir que el modelo preferentemente utilizado es el de nave única -habitual sobre todo en conventos franciscanos-, raramente tres -esta tipología se aplica sobre todo en algunos conventos dominicos- y más inusualmente dos. Ante tal evidencia podemos cuestionarnos el porqué de la elección de esta tipología. Es obvio que la inclinación de nuestros frailes a la iglesia de nave única suponía una ruptura con la tradición monástica anterior y, sobre todo, con su directa predecesora, la orden cisterciense que, salvo en contadas ocasiones -tal es el caso de los cenobios femeninos- optó siempre por la planta basilical. Este hecho tiene su justificación en la nueva finalidad que a partir de ahora comienza a adquirir el espacio sagrado. Ya hemos dicho anteriormente que con la llegada de los frailes el templo deja de ser el espacio cerrado reservado para la actividad litúrgica de monjes y conversos y abrirá sus puertas a todos los fieles. Ello implica lógicamente la creación de un ámbito arquitectónico distinto. ¿Qué elementos serán pues los que condicionarán a partir de ahora el espacio eclesial? La nave del templo mendicante centrará a partir de ahora su atención en dos focos principales: el predicador ubicado en el púlpito y el oficiante en el altar, a quienes los fieles ya no sólo se contentaban con oír, sino que además y de forma preferente era necesario ver.

En virtud de estos planteamientos, es evidente que la iglesia basilical ya no resultaba útil para sus fines al crear un espacio interno demasiado fraccionado y necesitado de apoyos intermedios. La nave única, exenta totalmente de obstáculos y con la visibilidad permitida desde cualquiera de sus ángulos, constituía sin duda alguna la tipología planimétrica idónea, de ahí su preferente utilización en el caso de la Península.

Ahora bien, es importante dejar claro que no sólo con fines de predicación se conciben las iglesias de los conjuntos mendicantes. En efecto, la constante -casi obsesiva- preocupación del hombre medieval por la futura suerte de su alma y la mutación de los usos sociales a raíz del imparable deseo de fama e inmortalidad, nos lleva a introducirnos en una nueva dimensión del edificio mendicante: la funeraria. En efecto, durante el momento que nos ocupa, la posibilidad de enterramiento bajo el techo sagrado, limitada en principio a gentes de cierta calidad, comienza a hacerse extensible a toda la sociedad, al mismo tiempo que se afianza el derecho a la libre elección de sepultura. Ello hizo que en la temprana Baja Edad Media, los monasterios benedictinos, primero, y los cistercienses, después, ejercieran una especial atracción sobre los moribundos que, a partir de ahora, optarán por enterrarse en los recintos monásticos frente a las parroquias. Ahora bien, esto que en principio fue un fenómeno un tanto aislado, se agudizará a principios del siglo XIII cuando las órdenes conventuales suplanten a las de claustro. Es entonces cuando el pontífice Bonifacio VIII autoriza a franciscanos y dominicos la posibilidad de conceder sepultura en sus iglesias a quienes en vida lo hubiesen solicitado, hecho que se convertirá en uno de los principales caballos de batalla en su relación con el clero parroquial.

Este deseo de recibir sepultura en el interior de los recintos conventuales se manifiesta, desde el punto de vista arquitectónico, en la proliferación dentro del espacio sagrado de pequeñas capillas o multitud de sarcófagos. Son estos pequeños microespacios donde el fiel se aleja del tráfago para recogerse, intimar con la divinidad o sentirse más cerca de los seres queridos, ya ausentes.

Pasando a considerar los aspectos exteriores del templo, cabe llamar la atención sobre la fachada occidental de los mismos, elemento que adquirirá una nueva dimensión con la llegada de los frailes. En efecto, frente a las iglesias cistercienses donde, al no estar previsto el acceso de los fieles al interior de los mismos, éstas carecían totalmente de razón de ser, en los edificios mendicantes, por contra, se desarrollan con gran protagonismo. Este nuevo concepto de fachada occidental, justificado por ser un elemento de atracción de fieles, hace que desde el punto de vista arquitectónico se tienda a poner el acento sobre las mismas utilizando para ello recursos estructurales o decorativos tendentes, en cualquier caso, a realzar su protagonismo. De igual modo, los campanarios, elemento de reclamo de los fieles y nota novedosa de la arquitectura conventual frente a la monástica donde, de forma expresa, se prohibe la construcción de los mismos, contribuyen a afianzar la función social de nuestros edificios, convirtiéndose además en nota característica de los mismos.