Época: Transición
Inicio: Año 1982
Fin: Año 1996

Antecedente:
La transición española

(C) Javier Tussell



Comentario

La transición a la democracia supuso, como es natural, el predominio de la política interna sobre la exterior. Sin embargo, se debe tener en cuenta también que la democratización equivalía a europeización y a equiparación con el resto del mundo occidental por lo que, con muchos matices, se puede decir que los dos procesos resultaron paralelos. En términos generales, con la única excepción del ingreso en la OTAN, la política exterior española se desarrolló en el consenso y en un muy claro segundo término con respecto al resto de las cuestiones políticas. Para tratar de ella parece más útil hacerlo de una forma global en vez abordar puntualmente cada momento cronológico en la evolución del proceso.
La primera cuestión que es preciso tratar es la de hasta qué punto influyeron factores externos en la transición y la posterior etapa de consolidación. La respuesta a este interrogante es positiva aunque no quepa atribuir una influencia tan decisiva a esos factores; si, por ejemplo, comparamos lo sucedido en España con la transición portuguesa no cabe la menor duda de que en este caso jugó un papel mucho mayor la intervención occidental, en especial en un momento en que pareció posible que la revolución de los claveles evolucionara hacia unas fórmulas muy poco democráticas.

La primera manera (y quizá la más importante) de cómo el contexto internacional influyó sobre la transición española fue la ambiental. Basta con comparar la presencia o ausencia de representaciones de otros países en las ceremonias de exequias de Franco o en la coronación de Juan Carlos I para comprobarlo. Para las primeras, de la Europa democrática no llegaron jefes de Estado o de Gobierno; fue habitual que presidieran esas delegaciones los propios embajadores. En cambio, a los actos de juramento del Rey, en los que no jugaban un papel relevante las instituciones del Antiguo Régimen, hubo representaciones importantes: estuvieron presentes los presidentes de Francia, Irlanda, Alemania y Portugal, el duque de Edimburgo, el príncipe heredero de Luxemburgo y otros miembros de las casas dinásticas de Suecia y Bélgica. Parecía, por tanto, que la Europa democrática quería, a un tiempo, mantener la reserva respecto del fallecido dictador y animar al nuevo jefe de Estado. El apoyo no pasó de ahí pero, cuando la democracia estaba en camino o estaba ya alcanzada, algunos de los países que habían dado ese espaldarazo inicial no se sintieron obligados a una ayuda continuada. Estados Unidos, por ejemplo, que en un momento inicial no percibió la necesidad de legalizar el partido comunista, luego, con ocasión del golpe de Estado fallido del 23-F, hizo pública una desafortunada nota en la que parecía desentenderse de la evolución de los acontecimientos españoles. Por su parte Francia fue el país que ofreció más dificultades para la entrada de España en el Mercado Común y tampoco facilitó inicialmente la lucha en contra del terrorismo.

Si la diplomacia oficial no intervino nada más que de esa manera ambiental, una actuación más positiva tuvieron, en cambio, las organizaciones partidistas transnacionales. Jugaron éstas un papel importante en la configuración del sistema de partidos. Fue Alemania, en efecto, el país que, merced a la potencia económica de sus fundaciones políticas, resultó más influyente sobre el panorama político español. El nivel de ayuda obtenido por cada formación política es muy difícil de conocer aún hoy en día. En términos generales puede decirse que la ayuda procedente del exterior no se dirigió a la financiación de campañas electorales sino a actividades de formación. Sin embargo, para unos partidos nacientes, y, por tanto, carentes de fondos, esa ayuda fue a menudo preciosa, sobre todo porque ponía en dificultades a quienes carecían de ella.

Sin duda la ayuda externa jugó un papel importante en la configuración del PSOE como alternativa gubernamental y, probablemente, en su moderación. Los socialistas tuvieron cuatro o cinco veces más ayuda que liberales y democristianos juntos y el reconocimiento único del sector dirigido por Felipe González tuvo como virtualidad acabar uniendo en torno a él a la totalidad de los socialistas. La ayuda recibida por los grupos de centro fue menor pero también importante. La de los comunistas es muy difícil de cuantificar y precisar; tan sólo parece evidente que el PCE debió trasladar sus fuentes de financiación a otros países como Rumania, Corea del Norte y los partidos comunistas de Italia y Francia. En suma, puede decirse que en todos los casos la articulación de un sistema de partidos se vio facilitada por los contactos internacionales.

Hecha esta imprescindible referencia al papel del componente exterior en la transición, es preciso ahora hacer mención de la política internacional seguida por los Gobiernos durante este período. Respecto al primero de ellos, el de Arias Navarro, no es mucho lo que puede decirse. Areilza, ministro de Asuntos Exteriores, temió desde el primer momento verse obligado a actuar como una especie de vendedor foráneo de una mercancía averiada. Cualquier tipo de política exterior imaginativa era imposible por la sencilla razón que a ello obligaba la actitud del presidente del Gobierno. La posición en política internacional de Arias constituye la definitiva muestra de su incapacidad para realizar cualquier programa de reforma. No tuvo empacho en asegurar a un periodista que la guerra civil había sido el resultado de haberse obstinado en el pasado por organizar nuestra política como mero reflejo de otros países occidentales. También en este caso resulta patente su disonancia con respecto al Rey. Arias Navarro juzgaba que el papa Pablo VI era un calvario para España mientras que el Rey, que era el mejor portaestandarte de la España nueva, como se demostró en su viaje a Estados Unidos, tuvo la iniciativa de renunciar al privilegio de presentación que el Papa había solicitado.

La transición en política exterior fue, como en la interior, rápida y decidida. Guiada por Suárez, y más directamente por Marcelino Oreja, se caracterizó por su dinamismo, patente en los frecuentes viajes, por el reconocimiento de los derechos de la persona en los foros internacionales y por la normalización de las relaciones que superaba los problemas de la etapa final del franquismo. En los cuatro meses iniciales del año 1977 se completó la apertura de relaciones diplomáticas plenas con los países del Este. Las relaciones con el Vaticano se sellaron a través de una serie de acuerdos suscritos en enero de 1979. La política española con respecto al Norte de África fue cambiante pero, al menos, se consiguió evitar que las Canarias fueran consideradas como territorio sujeto a proceso descolonizador, como se intentó por parte de algún país.

La aprobación de la Constitución supuso algún cambio de importancia en la política exterior española. A partir de este momento se convirtió en viable la posibilidad de entrada en el Mercado Común Europeo, correlato de la transformación política ocurrida. La petición de apertura de negociaciones tuvo lugar tras las elecciones de 1977 y, a comienzos de 1978, fue nombrado Calvo Sotelo ministro para las relaciones con Europa. Sin embargo, frente a lo que eran las esperanzas del europeísmo español, la negociación avanzó muy poco. España a estas alturas tenía la mitad de su comercio exterior, excluyendo el petróleo, con los países de la Comunidad. Sin embargo, para algunos de los países fundadores de ésta, como Francia, España podía convertirse en un duro competidor agrícola, lo que motivaba su falta de deseo de que se incorporara; de la misma forma que prestó un escaso apoyo a la persecución del terrorismo dentro de sus fronteras; en España muy pronto apareció una marcada actitud galófoba.

Hubo de cambiar la situación en el seno de la Comunidad para que la entrada española pudiera tener lugar. En cambio, por un momento pareció mejorar la relación existente entre España y otro país europeo, Gran Bretaña. En abril de 1980, tras una entrevista celebrada en Lisboa, las máximas autoridades diplomáticas de ambos países llegaron a un acuerdo en el que, por vez primera, las británicas aceptaban discutir todas las cuestiones relacionadas con Gibraltar. Este primer paso, sin embargo, no supuso cambio alguno significativo y la posterior guerra de las Malvinas contribuyó a multiplicar la distancia entre los dos países.

A partir de 1979 hubo en la política exterior española una cierta inflexión hacia una mayor autonomía, producto, en especial, de la dedicación de Suárez a estos asuntos. Quizá por un deseo de obtener mayores beneficios para el país en una eventual negociación acerca de la integración europea, España dio la sensación de estar dispuesta a una cierta política neutralista. En realidad, no hubo más que algunos signos superficiales de esta actitud como, por ejemplo, recibir a Yasser Arafat o enviar una representación a la conferencia de países convocada por Fidel Castro en La Habana. Esta relativa ambigüedad permitió que España se convirtiera en sede de la segunda Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea, abierta en septiembre de 1980. Sin embargo, la nueva actitud no supuso un impedimento para la firma de un nuevo acuerdo con Estados Unidos.

La política exterior del Gobierno de Calvo Sotelo significó un cierto cambio de rumbo. En realidad, la política de indefinición calculada había tenido como principal ejemplificación el hecho de que España no ingresara en la OTAN. Ahora no sólo se produjo esta integración sino que, además, estuvieron a punto de establecerse relaciones diplomáticas con Israel. España estaba, en realidad, integrada en los mecanismos de defensa occidentales a través de los pactos con Estados Unidos pero en su posición colateral y sin protagonismo. El ingreso en la OTAN tuvo lugar por un deseo de definición propia. Es cierto que produjo la ruptura del consenso en política exterior, pero no lo es menos que fue una decisión tomada en la conciencia de que resultaba irreversible. A fin de cuentas el Gobierno de UCD no hizo otra cosa que poner a la oposición de entonces, el PSOE, en una situación semejante a aquélla en la que se encontraron los socialdemócratas europeos que pasaron de un repudio a una aceptación posterior.

Sin embargo, motivos de política interna española (la debilidad gubernamental y la dureza de la oposición socialista) convirtieron la oposición a la entrada en la OTAN en un motivo de controversia fundamental. Fue la campaña del PSOE la que redujo en unos términos muy significativos el apoyo mayoritario que la OTAN tenía en la opinión pública española: de un 57% a favor se pasó a tan sólo un 17%. Este cambio de postura habría de resultar muy inconveniente para el PSOE con el transcurso del tiempo, pero por el momento le produjo unos excelentes dividendos electorales. La divisa "OTAN, de entrada, no" daba toda la sensación de ser una promesa de abandono de la organización militar. En un momento anterior los propios dirigentes socialistas habían defendido la idea de que no había que propiciar la ampliación de las alianzas militares en Europa, lo que parecía confirmar esta tesis. En cuanto a UCD, aunque lo sucedido con ocasión de la OTAN le produjo un grave deterioro, también indicó que podía obtener mayores apoyos que aquellos de los que había dispuesto hasta el momento entre los nacionalismos moderados.

La cuestión más importante de la política exterior que habría de abordar el PSOE en el transcurso de sus años de permanencia en el poder fue, precisamente, la relativa a la integración de España en la OTAN. Quizá en ningún aspecto el cambio producido en el seno del partido fue tan considerable como en esta materia pero, al mismo tiempo, también por eso mismo el resultado final fue el menos controvertido. Aunque por caminos largos y complicados, en los que ha habido no poco de innecesario, lo cierto es que, con el transcurso del tiempo se ha llegado a producir una vuelta al consenso en esta materia de política exterior. La sucesión de ministros resulta reveladora del cambio acontecido en la política exterior del socialismo. Fernando Morán, que representaba una línea más izquierdista, duró hasta 1985 para ser sustituido, de manera harto significativa, por Francisco Fernández Ordóñez, el único miembro importante del PSOE que había militado con anterioridad en UCD. A partir de entonces no hubo ya un cambio importante en la política exterior, pues Javier Solana, nombrado a la muerte de Fernández Ordóñez, no supuso una inflexión significativa.

En realidad, a pesar de que el plazo que se tomó el Gobierno socialista para cambiar de posición fue largo, es muy probable que el cambio del presidente González resultara mucho más rápido. Influido por Boyer y, sobre todo, por algunos políticos europeos como el canciller alemán Kohl, desde un principio conectó muy poco con Morán, de cuya política discrepaba pero sin por ello estar dispuesto a sustituirle por el momento ni tampoco a dar explicaciones de un evidente cambio propio. Finalmente, tras la entrada en el Mercado Común, González sustituyó a Morán y se decidió a cumplir la promesa de realizar el prometido referéndum sobre la entrada en la OTAN. A estas alturas el presidente ya debía ser consciente de que éste había sido el mayor error de su vida, como luego reconocería. Era muy difícil cambiar la tendencia de la opinión pública en un plazo corto de tiempo y tratar de explicarlo por motivos derivados del interés nacional.

En realidad, la entrada en el Mercado Común fue independiente de cualquier tipo de presión a favor de la entrada en la OTAN, a pesar de lo cual se sugirió la vinculación entre ambos procesos. Por otro lado en vez de plantear las necesidades de integración española en la defensa occidental lo que se hizo fue establecer una serie de requisitos que parecían dar la sensación de que, aunque se quisiera entrar en la OTAN, se pretendía hacerlo con ciertos reparos. En este sentido el Gobierno presentó una relación de condiciones que incluían la no presencia de España en la estructura militar de la OTAN, la prohibición de que se situaran armas nucleares en territorio nacional y la reducción de la presencia militar norteamericana en España.

De este modo la pertenencia o no a la OTAN se convirtió en una cuestión de política interna que podía llegar a tener amplias repercusiones en la política europea, en la que el pacifismo tenía todavía una influencia muy considerable. Todos los grupos políticos quedaron descolocados. La derecha, partidaria de la entrada, padeció en especial esta situación; actuó de forma tardía y desaprovechó la ocasión para deteriorar al Gobierno. Las embajadas occidentales en Madrid presionaron para lograr una actitud más comprensiva por su parte. A pesar de ello el Gobierno estuvo derrotado en las encuestas hasta casi el final pero acabó venciendo. Con un 40% de abstenciones hubo un 52% de respuestas afirmativas y un 39% de negativas, con más de un 6% de voto en blanco. De esta manera, la política exterior dejó de estar presente en el primer plano de la interna y España quedó integrada de forma definitiva y tortuosa en la defensa occidental.

El ingreso en el Mercado Común fue anterior, menos dramático y se logró con un grado de consenso casi absoluto. En la época de Morán se tomaron algunas iniciativas para mejorar las relaciones con algunos países europeos con la vista puesta a obtener de ellos mayores facilidades en la negociación comunitaria. El levantamiento de las restricciones impuestas al paso de Gibraltar llevó a la declaración de Bruselas entre España y Gran Bretaña, que sirvió tan sólo para precisar algo el acuerdo anterior, logrado en la época de UCD, sin que ello supusiera un cambio de verdadera importancia. Mucho más decisivo para la negociación europea fue el giro de Francia, que se fue produciendo a partir de 1984 y conllevó una colaboración en la lucha contra el terrorismo. Como Alemania siempre fue partidaria de la ampliación y, además, su potencia económica le permitía ejercer una influencia a menudo determinante, de esta manera acabó por imponerse la entrada española. La negociación fue, sin embargo, muy complicada porque en el momento en que llegaron los socialistas al poder tan sólo un tercio de los capítulos estaba decidido. Hubo un consenso absoluto en relación con ella que no habría de averiarse hasta que se percibieron las consecuencias de la crisis económica y, además, el tratado de Maastricht (1992) impuso unas condiciones que parecieron harto problemáticas de cumplir por España. González jugó en este momento un papel decisivo en la creación de unos fondos de cohesión destinados a favorecer a las zonas menos desarrolladas. En los últimos tiempos, cuando se ha producido el derrumbamiento del comunismo, la política española ha tendido a ser restrictiva respecto de la entrada de nuevos socios comunitarios, lo que contrasta con el europeísmo atribuido a los españoles y se explica por razones de interés propio.

La relación con Estados Unidos constituye el tercer punto de especial interés de la política exterior española del período. También en esta materia hubo una diferencia de importancia entre los primeros años de gobierno socialista y los posteriores. En esa primera etapa se emitieron algunos signos de simpatía, con respecto a causas izquierdistas (la Cuba castrista, Angola, el sandinismo nicaragüense...) en las que la política norteamericana era muy distinta. Resulta significativo que cuando en 1985 el presidente Reagan visitó España no tuvo una intervención en el Congreso sino que dio una conferencia en una fundación privada. Todavía en 1988 la firma de un nuevo acuerdo con Estados Unidos quiso basarse en una voluntad de reequilibramiento imponiendo la retirada de unos aviones, los F-16, que acabaron en bases italianas. Era tan sólo un gesto para el consumo interior, que desapareció por completo en 1990 con ocasión de la guerra del Golfo, cuando gran parte de los aprovisionamientos para las tropas de las Naciones Unidas pasó por España que, además, prestó una modesta ayuda naval a la operación contra Iraq.

La voluntad de normalización definitiva en el marco del mundo occidental resulta patente en otros terrenos de la política exterior española. El establecimiento de relaciones con Israel tuvo lugar de manera definitiva en enero de 1986, meses después de la entrada en el Mercado Común, y estuvo precedido por una explicación a los países árabes que debió resultar efectiva, porque cuando se iniciaron las conversaciones entre ellos e Israel tuvieron como sede Madrid, a fines de 1991. Las relaciones con Iberoamérica se han estrechado por el procedimiento de celebrar una conferencia anual de jefes de Estado en la que le toca jugar un papel importante al Rey de España. La presencia española, por otro lado, ha ido haciéndose más efectiva a través de la ampliación de la ayuda al desarrollo y de la creación del Instituto Cervantes, destinado a la enseñanza del español en otros países. Personalidades españolas ocupan puestos muy relevantes en organismos internacionales como la UNESCO, el Comité Olímpico Internacional, la OTAN o el Parlamento Europeo.