Comentario
Por los mismos años en que Vega y Verdugo dirigía la renovación barroca de la catedral de Santiago, llegó a Galicia Melchor de Velasco Agüero, arquitecto santanderino, último representante de aquellas cuadrillas de maestros trasmeranos que tan decisivo papel habían jugado en la implantación del clasicismo en el Norte peninsular. Velasco defenderá en sus obras una opción más tradicional, clasicista y monumental frente a la libertad innovadora que a veces asoma en Peña de Toro, y en algunas de sus obras no deja de evocar el monumentalismo siloesco que, años atrás, había aportado a Compostela Bartolomé Fernández Lechuga, cuyos ecos se observan con claridad en la fachada de la portería del convento de San Paio de Antealtares (Santiago), que fue el motivo de su llegada a Galicia procedente de Asturias, donde había desarrollado una importante actividad.
Las obras se inician en 1658 y prosiguieron con renovado ímpetu tras el incendio de parte del edificio en 1660. La actividad se centró en el lado este del convento, después de haber finalizado la construcción de las celdas y dependencias menores que daban a la Plaza de la Quintana. La obra más destacada trazada por Melchor de Velasco para el convento fue la fachada de la portería, canto de cisne del clasicismo compostelano donde se detecta con claridad el impacto que sobre el trasmerano hubo de ejercer el entonces recién comenzado claustro procesional de San Martín Pinario, de Lechuga. Este, con su potente juego de dobles columnas dóricas, el dinámico movimiento mural y la valoración de la oquedad en sus rasgados tramos, suponía entonces una visión claramente renovadora del concepto del muro, entroncada en primer término con el clasicismo andaluz pero también con resonancias de Palladio, el arquitecto-guía de todo el clasicismo. Ese mismo sentido tendrá también el uso por parte de Velasco de las voladas cornisas denticuladas, la insistencia en el empleo del orden dórico o el tipo de articulación de los arcos de la iglesia del monasterio de Celanova (Orense), a base de profundos cajeados y casetones que, tal como señaló Bonet Correa, pueden inspirarse tanto en los de las pilastras del crucero de San Martín Pinario como en los de la iglesia de San Agustín de Santiago, ambas de Bartolomé Fernández Lechuga.
Junto a la influencia del maestro granadino actúa en Melchor de Velasco la impronta de la tradición postherreriana clasicista, llegada a través del poderoso núcleo de Valladolid, muy activo en la primera mitad del siglo y en el cual pudo haberse formado Velasco, lo que explicaría su condición de arquitecto tracista, que implica una formación teórica, para dejar luego la concreción de las obras en manos de maestros canteros. En relación con este postherrerianismo vallisoletano hay que entender el planteamiento de la iglesia del monasterio de Celanova, que le fue encargada en 1661 tras haberse derribado el interior medieval. El grandioso espacio eclesial, de resonancias escurialenses, se divide en tres naves sólidas y monumentales y cabecera recta; los muros se articulan por medio de pilastras dóricas sobre las que corre un entablamento con friso casetonado y sobre él se voltea el abovedamiento de cañón con decoración habitual en los abovedamientos de Simón de Monasterio, desde el Colegio del cardenal Castro de Monforte a la girola de la catedral de Orense. La cúpula que preside el crucero, de abigarrada y jugosa decoración de florones y elementos vegetales fue realizada por Pedro Monteagudo en 1682.
Mucho más sencilla es la iglesia del Colegio de las Huérfanas de Santiago, en la que lo más destacable es la portada, situada en chaflán con respecto a la calle para crear una pequeña plaza en un efecto de urbanismo sorpresivo propio del barroco. La consolidación de Melchor de Velasco como arquitecto en Compostela, por los mismos años en que aquí trabajaba Peña de Toro, llevó a la comunidad de San Martín Pinario a nombrarle maestro de obras, al tiempo que entraba al servicio del arzobispo don Pedro Carrillo. Para este personaje de singular cultura y espíritu humanista construirá Velasco la Capilla del Cristo de Burgos en la catedral de Santiago, de planta centralizada, insólita entonces en Galicia, pero destinada a tener una honda repercusión y cuya génesis hace pensar en prototipos italianos que podrían haber conocido tanto el arzobispo durante sus años en Roma, como el propio Vega y Verdugo, al que es fácil adivinar vigilando el proyecto. Los elementos constitutivos de su distribución mural son los habituales en Velasco: pilastras estriadas, friso de casetones resaltados, potente cornisa, tal y como repite en otro recinto de la misma tipología, la Capilla de San Ildefonso en la Colegiata de Iria (Padrón, La Coruña), de finalidad funeraria, ya que allí habría de enterrarse el obispo de Quito y su familia, para quienes construyó también Melchor de Velasco la casa solariega en la villa de Padrón, verdadera opera prima de la arquitectura civil de la región, todavía muy vinculada a prototipos manieristas cántabros que ahora evoca Velasco, como el palacio episcopal de Santillana del Mar. En ella domina la fuerza del granito gallego, la perfecta estereotomía de la piedra, desprovista todavía de la cubierta, ornamental que utilizarán a partir de Domingo de Andrade.
Durante la década larga de permanencia gallega de Melchor de Velasco sin duda abrigó en torno a sí un importante taller de arquitectura, en el que recibirán formación y enseñanzas los arquitectos y maestros de obras que llenarán la generación siguiente, es decir, la plenitud del barroco gallego. A su taller habrá que vincular a arquitectos como Diego de Romay, que en la Capilla del Rosario de la iglesia de Villagarcía (Pontevedra) sigue los planos de su maestro, combinándolos con un nuevo sentido decorativo ya plenamente barroco; cabría pensar incluso si por ese taller habrá pasado fray Tomás Alonso o quien sabe si el propio Domingo de Andrade.