Comentario
La revitalización de la monarquía requería más funcionarios dispuestos a ordenar racionalmente la administración, mejores fuerzas armadas prestas para el combate exterior en defensa de los mercados coloniales y mayores infraestructuras que dinamizaran la economía nacional. Para la realización de estas ambiciosas obras se precisaba dinero contante y sonante. Al margen del tímido capital privado, eran los recursos del Estado los que podían movilizarse para impulsar tamaña empresa de dinamización de la administración y la economía.
Sin embargo, el numerario público estuvo siempre en dificultades para hacer frente al aumento del gasto interno que la empresa reformista demandaba y a los recursos extraordinarios que los conflictos internacionales exigían. Con una balanza comercial deficitaria y con buena parte de la plata americana destinada a impedir el aumento de la deuda con el extranjero, sólo cabía la posibilidad de conseguir más recursos para el erario público a través de los propios súbditos o mediante los préstamos con intereses que nacionales o extranjeros pudieran otorgar a la Corona. Y lo primero no era fácil, pues la mayor parte de los pecheros estaban ya suficientemente exprimidos en un sistema fiscal lleno de privilegios para las clases poderosas, y lo segundo suponía un grave peligro para la propia estabilidad financiera del Estado.
En efecto, el sistema tributario se centró en su mayor parte en los impuestos indirectos. En términos generales puede argumentarse que el mundo rural y la tierra, principal bien del siglo y de las clases dominantes, soportó una modesta carga fiscal. En cambio, los impuestos tuvieron a los consumidores urbanos como los principales focos de recaudación: la alcabala (gravamen sobre la compra-venta) y los derechos aduaneros fueron los principales recursos impositivos, de ahí el interés añadido que los gobiernos tenían en incentivar el comercio. Es decir, la presión fiscal recayó precisamente sobre las clases que aumentaban su nivel de vida, impidiendo que éste se tradujera en un incremento del consumo y a medio plazo de la propia fiscalidad. De esta manera, con unas clases privilegiadas protegidas del fisco y unas clases trabajadoras sin recursos para contribuir, no resulta extraño que la historia de la hacienda durante el Setecientos sea la de un déficit crónico que debía superarse mediante el endeudamiento de la monarquía con el gran capital financiero.
A la muerte de Carlos II la situación hacendística era poco halagüeña, siguiendo el difícil caminar que en estos asuntos siempre había tenido la casa de Austria. Ante cualquier evento exterior, sobre todo las guerras en Italia, la hacienda de Felipe V mostraba sus debilidades estructurales. Al margen de algunas medidas de mejora técnica en la recaudación y de la rebaja del interés de los juros en Castilla, establecido en 1727 en el 3 por ciento, lo más significativo del reinado del primer Borbón fue la fijación, en la antigua Corona de Aragón, de un nuevo régimen fiscal de contribución única tendente a equiparar los esfuerzos castellanos con los aragoneses en la financiación del Estado y a conseguir un modelo más estable, barato y rentable de recaudación. Así nacieron el equivalente en Valencia, la única contribución en Aragón, el catastro en Cataluña y la talla en Mallorca. A finales del siglo esta importante reforma pareció dar globalmente buenos resultados, al haber racionalizado los métodos de recaudación, posibilitado una mayor redistribución social de las cargas tributarias y permitido el cálculo económico de los particulares dado que era un impuesto de cupo. Además, en los territorios de la Corona de Aragón, el estancamiento de la base impositiva fue abriendo brecha entre unos recursos económicos en crecimiento y una presión fiscal relativamente estabilizada.
En tiempos de Fernando VI, parece que la política exterior de neutralidad permitió reequilibrar un tanto las cuentas. En este panorama se produjo una profunda reorganización hacendística pasando el Estado a gestionar su recaudación sin intermediarios, cuestión conseguida a mediados del siglo. Por contrapartida, los intentos de Ensenada (1749) de imponer la única contribución en Castilla, se saldaron con un sonoro fracaso por la presión de las clases privilegiadas y las oligarquías locales. Un intento que, por lo demás, ha sido calificado por algún estudioso como un resabio arbitrista impracticable en la España del Setecientos y a contracorriente de las teorías hacendísticas que en la nueva economía política se iban imponiendo.
Fue en el reinado de Carlos III cuando tras una etapa de relativa estabilidad fiscal, los conflictos bélicos vinieron a suponer un serio agravamiento hacendístico, salvado en parte por la emisión de deuda pública a través de los conocidos vales reales. La posterior agudización de la inestabilidad política en tiempos de Carlos IV ocasionó los mayores quebrantos de todo el siglo, hasta conducir a una verdadera quiebra del conjunto del sistema hacendístico en la bisagra finisecular. Ni las nuevas emisiones de vales reales ni los tímidos intentos desamortizadores de Godoy tuvieron serias repercusiones fiscales y tampoco pudieron impedir el aumento de la deuda. Una deuda que suponía una parte importante de los gastos anuales del Estado a los que había que añadir otros dos capítulos fundamentales: el pago de la ascendente burocracia y, sobre todo, los recursos para la defensa, que en tiempos de Carlos III llegaron a suponer casi la mitad de los desembolsos del tesoro público. Dispendios en defensa que, cada vez más, buscaron salvaguardar el estratégico bastión colonial americano más que la gloria retórica de la dinastía.
De cualquier forma, parece evidente que las dificultades hacendísticas hispanas no se debieron a una mala organización del fisco (muy parecida a la inglesa y similar a la francesa), sino que en realidad vinieron a reflejar las deficiencias estructurales del sistema tardofeudal español y las limitaciones sociopolíticas de los reformistas gubernamentales. Las autoridades ilustradas organizaron un modelo de hacienda que era el más barato, estable, seguro y eficaz que en aquella España podía edificarse sin tocar el entramado social existente. Así pues, la hacienda no fue tanto un obstáculo para el crecimiento económico como el reflejo de los límites (sociales, políticos e institucionales) que el mismo tuvo en la España del Setecientos.